—No tienen que hacer nada, Alice, si no lo desean —dijo Hatcher.
—Yo lo deseo —dijo Alice—. Deseo que los ministros ayuden a limpiar la
Ciudad Vieja, den dinero, comida y refugio a los que han perdido lo
suyo.
—Te estás volviendo muy peligrosa con esos deseos —dijo Hatcher—.
Será mejor que no me cruce en tu camino, o desearás sacarme de la
existencia.
—No —dijo Alice—. Sólo tengo un deseo, pero es un deseo secreto, y no
puedo decirlo en voz alta.
Deseo que me ames para siempre, por siempre y la eternidad, hasta el fin
del tiempo.
No se trataba de una cosa para decir en voz alta, porque un deseo como
ese no debería ser forzado en otra persona. Alice era lo suficiente
madura como para saber eso. Si él la amaba, ella quería que fuera
porque también lo deseara.
Entonces él sonrió.
—Tengo el mismo deseo, y lo guardaré en mi corazón secreto, igual que
tú.